“Por eso, queridos amigos, tomemos otra cerveza – ¡Buscadores de tesoros! – ¡Amantes!”
Te lo dice el mismo Kerouac: “No soy realmente un ‘beat’ sino un solitario, lunático y extraño místico católico…”. Y su legado en términos de la prédica de la bondad universal es precisamente este cuaderno de viajes que, en verdad, es un cuaderno de vida. Viajero solitario es un conjunto de experiencias dignas de envidia, porque son en verdad aventuras de esas que te hacen preguntarte por qué no dejás todo y te vas a vagabundear. Jack Kerouac podría haberse quedado en la universidad y ser un escritor famoso y nada más, pero ese claramente no era su estilo. Sus experiencias de vida son las que le permiten encerrarse en su cuarto y escribir una obra de teatro por día, o En el camino en tres semanas. La prosa espontánea en sus manos es simplemente magia y los viajes son el modo en que este estadounidense ‘estudia’. “‘¿Cómo que estudiante?’ – ‘Bueno, alguien que trata de aprender y al que le pagan, o no, por el trabajo’ (la condición de estudiante fue siempre mi condena)”. Trabaja en el ferrocarril “mientras estudi[a] esa otra vastedad, la humana” y aprovecha “el viaje de 80 km desde la calle Tercera; disponía de él como si estuviera en una biblioteca.”
Pero no sale a la vida como un antropólogo sociólogo con objeto de estudio en el otro sino que él se convierte en su propio objeto y se estimula con las situaciones más variadas: se vuelve guardafrenos del ferrocarril, trabaja en un barco, se sumerge en Nueva york y viaja a Marruecos y de ahí a Europa, se interna en la completa soledad del norte de Seattle y se pierde en México. Nada está por fuera de su alcance y su único propósito es el arte y el conocimiento.
Pero describir la naturaleza es una tarea ardua y sombría y Kerouac no disimula sus momentos de desolación y angustia. Como en México, cuando no puede evitar la repulsión de las corridas de toros: “¡Olé!, las chicas le tiran flores al asesino de animales enfundado en su taleguilla bordada.- Y yo veo cómo todo el mundo muere y a nadie le importa, siento lo terrible que es vivir para terminar muriendo como un toro atrapado en una arena de gente que grita.”
El ser humano es una rara especie y Kerouac no está dispuesto a someterse a sus leyes fantásticas. Las ‘anestesias’ le sirven para evitar el dolor y adoptar una perspectiva más lúcida: “Me embriagaba solo en las tinieblas del cuarto con la certeza de que el negro, el americano esencial, está allá afuera, allí, en la calle, es donde encuentra su sentido y su consuelo, y no en la moralidad abstracta (…) y entonces me arrastro de la cama, gano la calle (…) y voy al peor barcito de todos los barcitos del mundo, el único, en la Tercera y Howard, y entro y bebo con los locos y me siento exitoso si me emborracho.”
Encuentra la fórmula de la felicidad y nos la da en Viajero Solitario; se trata de darse cuenta de que “todo está vacío y despertar”; “todo es un sueño extenso y extraño” y ser felices significa darse cuenta. Una vez que te das cuenta de que todo está en tus pensamientos y de que el verdadero poder es “quedarse parado en una esquina sin esperar a nadie”, no queda más que convertirte en un indigente que no va a ninguna parte para evitar habitar “en la farsa que es la vida real de este mundo lleno de ruido”.
No puedo parar de pegar citas de este libro impecable porque todas me parecen sencillas y profundas, lúcidas y humildes. La honestidad de estos relatos es atrapante hasta niveles absurdos de insomnio provocado. La prosa casi infantil que va y viene de los temas como los pensamientos, que se deja llevar por las derivas, es un arma contra el tedio y la rigidez mental. Es un placer que Caja Negra haya editado este hermosísimo texto en esta accesible y preciosa traducción de Gianera que encierra todo lo que Jack Kerouac significa para la literatura y, al menos, para mí.
KEROUAC, J., Viajero solitario, Caja Negra, Buenos Aires, 2013.
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