«Whiplash»: el mejor amigo del músico

whiplash 2Digamos primero lo más importante: Whiplash es una gran película. Todos los elogios que cosechó desde su estreno en el último festival de Sundance son merecidos, como su reciente nominación al Oscar. Sus dos actores principales (Miles Teller y J. K. Simmons) se sacan chispas, literalmente. La intensidad de la película es demencial, la tensión en las escenas musicales (ensayos y conciertos) se siente en todo el cuerpo, la estructura del relato es clásica y, por esa misma austeridad y concentración, completamente irresistible. Es difícil definir qué se entiende exactamente por swing, pero Whiplash definitivamente lo tiene.

Ahora digamos lo más interesante: las críticas que recibió Whiplash son, también, merecidas. Como película acerca de la música, parece reducir el arte a una competencia física de velocidad y resistencia. Como película del formato maestro/discípulo, parece por momentos una justificación de la violencia (física o psíquica), si se la ejerce en miras de un objetivo noble. Y algunos críticos se ensañaron con el horizonte al que aspira el joven Andrew Neiman, con el tipo de héroe que elige como modelo a imitar («Buddy Rich», escribe Richard Brody en el New Yorker, «Buddy fucking Rich»).

Y, de acuerdo, cuando leí que la historia detrás de Whiplash era la de un joven baterista de jazz capaz de darlo todo por convertirse en una leyenda –incluso soportar el maltrato de un hiper-exigente maestro– me imaginé otra música. Bah, me imaginé más y mejor música, entendiendo por «mejor», obviamente, la que me gusta a mí (y, aparentemente, al crítico del New Yorker). Seguramente me habría sentido más identificado con el joven protagonista si hablara de Max Roach, Elvin Jones o Tony Williams en vez de idolatrar a Buddy Rich (o a Wynton Marsalis, mencionado al pasar en una escena clave). Pero Whiplash no habría sido mejor película por eso. En cambio, el temor que siempre generan las películas sobre músicos –con actores que pueden ser muy buenos, pero a los que se les nota la falta de entrenamiento en cuestiones musicales–, queda despejado de inmediato: tanto Teller como Simmons tienen, además de indudable talento actoral, una enorme sensibilidad musical, imposible de fingir.

Es cierto que, a juzgar por el tipo de esfuerzo que Andrew y sus compañeros hacen para alcanzar el nivel superlativo que les exige su maestro, la música parece para ellos una competencia puramente física. Hay sangre, sudor y lágrimas en el trayecto que Andrew se impone para llegar a la cima («Limpien esa sangre de mi batería», pide Fletcher, como quien pide que abran una ventana). Y es que, independientemente de ese aspecto intangible y escurridizo al que llamamos «genio», hay efectivamente un componente físico en la música. Que puede ser «alimento para el alma», pero que se toca invenitablemente con el cuerpo. Nada que no sepan los pies de una bailarina o los dedos de un guitarrista. Promediando la película, en una cena familiar, Andrew discute con dos aspirantes a jugar en las grandes ligas del futbol americano. «Lo que nosotros hacemos se puede medir. Un gran jugador es el que anota muchos puntos. ¿No es subjetivo lo que vos hacés?» La respuesta de Andrew es contundente: «No». Como una y otra vez se encarga de señalarles Fletcher a sus discípulos, a veces hasta quebrarlos, hay alguien que desafina o que no es capaz de seguir el tempo justo.

PAUL-REISERLa relación entre Andrew y Fletcher concentra de tal modo el interés de la película que el resto de los personajes parecen meras siluetas. Nicole (Melissa Benoist), el fugaz interés romántico de la película, parece estar allí simplemente para que tomemos conciencia del grado de compromiso que Andrew tiene con la música. El padre de Andrew –¿se acuerdan de Paul Reiser?– ofrece un contrapunto más interesante: su mirada es la de cualquier persona normal, que no puede comprender semejante nivel de locura, esa relación patológica entre maestro y discípulo, la necesidad de soportar esos niveles de abuso, todo en nombre del arte. Pero ese padre –al que Andrew adora, pero en el que teme convertirse– es en sí mismo una paradoja: su «normalidad» está asociada al fracaso (en su caso, del deseo frustrado de ser un gran escritor). Para él, el mundo en el que se mueve su hijo está desquiciado; para los parámetros de ese mundo, él es un loser. Pero Whiplash no está narrada desde una mirada normal, sino desde la locura. Cuando Fletcher ofrece su credo («No hay palabras en el idioma inglés peores que ‘buen trabajo'») la película se asoma a su punto ciego. ¿Acaso la crítica a la mediocridad implica necesariamente la aceptación de cualquier medio que se elija para combatirla?

La pregunta atraviesa toda la historia del arte, especialmente a partir del siglo XIX y hasta nuestros días: la idea de que los grandes genios de la música, la literatura, las artes plásticas o cualquier otra manifestación del «espíritu» exigen la más completa entrega. Una suerte de inmolación ante el altar de las musas, para deleite de un público que, como en esos relatos de antiguas civilizaciones, exige periódicamente sacrificios propiciatorios. El rock, desde ya, sabe mucho de esto.

Una idea similar atravesaba las ocho temporadas de House MD. De hecho, el personaje de Terence Fletcher (por el que J. K. Simmons recibió una nominación al Oscar) comparte unas cuantas cosas con el Dr. Gregory House. Whiplash_poster_usaLa estructura misma de la película tiene varios puntos en común con los episodios de una serie que, a su vez, tiene más de una referencia a la música como fuente de inspiración. Es especial, la sucesión de ensayos y errores hasta que, finalmente, se da en la tecla. O, como en este caso, se bate el parche.

Pero no quiero adelantar más, porque hay varios momentos de tensión y suspenso que conviene no arruinar a los que vayan a verla. O sea, a todos ustedes.

Lalo Lambda

Whiplash: música y obsesión
Título original: Whiplash
Estados Unidos, 2014 / 107 minutos
Guión y dirección: Damien Chazelle
Con: Miles Teller, J. K. Simmons, Paul Reiser, Melissa Benoist

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