En Dresden, la Bunte Republik Neustadt le encuentra un pequeño lugar a la utopía [review desde Alemania]

Hace unos meses, Dresden era noticia en el mundo por ser la sede de manifestaciones multitudinarias organizadas por PEGIDA, un movimiento islamófobo de extrema derecha que reclamaba mayores restricciones respecto de la inmigración en Europa (la sigla es más que elocuente: «europeos patrióticos en contra de la islamización de Occidente»). La virulencia de los reclamos y sobre todo la gran cantidad de gente que se movilizó encendieron la luz de alarma, especialmente cuando, poco después, aparecían movimientos similares en el resto de Europa.

Hoy, apenas se llega a Dresden, llaman la atención las banderas o carteles que, en las fachadas de las instituciones públicas –museos, facultades, academias, oficinas–, declaran que Dresden es una ciudad de brazos abiertos, que repudia las manifestaciones de esa peligrosa mezcla de miedo y odio hacia el Otro. Desde luego, la reacción oficial de las autoridades es importante, pero aún más significativa que la respuesta del Estado –»de arriba hacia abajo»– es la reacción de los propios habitantes de la ciudad –»de abajo hacia arriba»–: banderas en los balcones, declaraciones en radio, TV y prensa escrita, reuniones en las plazas… Pero, sobre todo, la fiesta.

El lugar (Neustadt) tiene un nombre extraño para oídos argentinos. Nada que ver con el creador de «Doña Rosa»: neustadt (léase nóishtat) quiere decir estrictamente «ciudad nueva». Es el barrio al norte del río Elba, al otro lado de la ciudad barroca famosa por haber sido considerada alguna vez la más hermosa de Alemania, hasta su completa y total destrucción durante los bombardeos de 1945 (ahí está Matadero 5 de Kurt Vonnegut en los escaparates de las librerías de la zona, dando testimonio). En 1990, y hasta 1993, el barrio de Neustadt declaró su independencia y hasta repartía pasaportes a los que se mudaban a sus pocas pero coquetas manzanas. Su bandera era la habitual tricolor teutona, pero con un ratón Mickey en el centro, en lugar del hasta entonces habitual escudo de la DDR.

Con el paso del tiempo, la tradición de festejar tres días seguidos, siempre el tercer fin de semana de junio, fue dejando de lado los ribetes estrictamente políticos y pasó a ser una ocasión para la celebración del color local: mesas en las veredas, música y platos tradicionales pero también exóticos, una excusa para bailar en la calle y divertirse hasta pasada la medianoche. El fuerte cordón policial que todavía hoy actúa como guardia de frontera recuerda que hasta no hace tanto era común que los festejos terminaran en graves disturbios. Se sabe que la cerveza en cantidades industriales –que es el único modo en que se la consume por estos lugares– puede alterar a más de uno. Desde luego, a nadie se le ocurriría prohibir la cerveza en Alemania: la policía simplemente controla que no entren envases de vidrio. Latas y vasos de plástico de medio o un litro son bienvenidos.

La principal curiosidad de la Bunte Republik Neustadt («República Colorida de Neustadt», un juego de palabras con el nombre oficial de la Alemania federal, «Bundesrepublik Deutschland») es que el festival no tiene un organizador. Es decir: los diversos locales que sacan sus mesas y carpas a la calle se las arreglan para que no haya superposiciones y para que todos puedan mostrar lo suyo. Hasta las librerías sacan unas mesas a la calle en las que regalan un libro por persona, siguiendo una larga tradición de estas tierras. Al internarse por el barrio, uno puede encontrar puestos con todo tipo de platos dulces o salados, cervezas rubias, negras, coloradas, fuertes, livianas y hasta sin alcohol. Y cuando cae la noche –tarde, cerca de las 21.30– todo se convierte en una especie de Babel en la que es casi imposible caminar por las callecitas en las que se interceptan los que caminan en una dirección, los que caminan en la contraria, y los que no se mueven del lugar en el que están bailando.

Inevitablemente, por tratarse de Europa, la música electrónica tiene una cierta preponderancia, especialmente al acercarse la medianoche, cuando de pronto uno se encuentra en la escena de la rave de Matrix reloaded. Pero en todo caso, ya desde el mediodía, uno puede darse el gusto de escuchar prácticamente todas las músicas posibles. Crestas y rastas conviven en las calles de la BNR, en donde suenan solistas indies melancólicos, bandas punk de adolescentes, mucho rock de garage, reggae, blues y hasta música country en un local norteamericano que reparte sombreros de cowboy a los parroquianos. Un par de bandas de thrashcore (los seguidores de Brandy con Caramelos saben qué es eso) tenían su séquito de vampiros que los seguían de carpa en carpa. Podían estar cantando en alemán o en un viejo dialecto sajón. Tal vez alguno le cantaba «decime qué se siente» a un grupo de músicos brasileños que hacían flamear con orgullo su bandera. Tampoco faltó el inevitable tango electrónico for export y, en los balcones, algunos parlantes al mango con los que los vecinos a ambos lados de la calle improvisaban duelos musicales.

Con más de cien bandas en tres días, el festival BNR prácticamente te obliga a pasarla bien. Aun si en una carpa encontrabas una banda que no era de tu gusto, bastaba doblar la esquina para encontrar otra propuesta. Algunas más profesionales, como las del escenario mayor en la Lutherplatz, otras más «artesanales» que tocaban a la gorra en alguna esquina. Ya al segundo día comenzaban los cruces entre las carpas, motivados por la camaradería y por la atmósfera que invitaba a no dejar de tocar nunca. Músicos de una banda que subían a otros escenarios para compartir una zapada, por lo general «una que sepamos todos» a elección del invitado. Así se armaban bandas improvisadas de alemanes, franceses, escoceses, polacos o norteamericanos, que sorprendían con covers de Pearl Jam o de Van Morrison. Ese ideal de convivencia, tantas veces declarado y que por momentos parece tan lejano en una Europa que discute qué hacer con el Otro, de pronto cobra sentido. Con la música como principal atracción, en un radio de diez cuadras y durante tres días, la BNR le encuentra un pequeño lugar a la utopía.

Texto y fotos: Lalo Lambda (desde Alemania)

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