La primavera no llega. No se asoma por ningún lado. Nadie sabe por qué y nadie quiere saberlo. Igual no importa. Cuando el otoño está empezando el calor se prolonga de la misma manera como se dilata el miedo ante el dolor. Y todos quieren que vuelva el frío. Ahora todo es al revés: la gente clama calor. Pero no. La realidad es otra. Nadie está nunca en su salsa. A todo esto sumémosle que es finde largo y la ciudad lo respira por todos lados: menos caótica, más amable, menos estrepitosa pero nunca menos furiosa. Y cuando digo que nunca menos furiosa me refiero específicamente a que sus calles siguen consumiendo la vida con la misma cadencia desenfrenada que no respeta nada –ni tendría por qué hacerlo-. Por Niceto Vega la gente se mueve ensimismada y bien abrigada. Tienen la tonta esperanza de que en cualquier momento suba la temperatura. Lo sé porque escuché a algunas personas insinuarlo. Pavadas. La gente aguarda en las juiciosas filas mientras sucede una noche típica de sábado, pero ojo, se siente un sigilo particular, un sigilo lacerante que concuerda con la estela nebulosa de los cigarrillos, el vapor de las alcantarillas y las humaredas del timorato tráfico. Calma, sospechosa calma, calma como la que se encona en el ambiente antes de que explosione un huracán.
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