Carlo me saluda con la contundencia de siempre. Me dice capo mientras pone su mejilla puntiaguda al lado de la mía y me propina un par de palmadas en la espalda. De dos a tres veces por semana se aparece amable y sonriente por el restaurante donde trabajo. Llega con su casco scooter bien puesto y sus dreadlocks colgando como rebeldes vías lácteas. Habla con todo el mundo y todo el mundo lo quiere y lo consiente como a un niño chiquito.
La primera vez que lo vi lo salté como un buen cliente del lugar pero con el paso de las semanas empecé a darme cuenta que no se reducía sólo a eso y que, por el contrario, arrastraba tras de sí algo especial. Entonces pregunté. Por primera vez en mi vida (soy colombiano) escuché las palabras Boom Boom Kid, y quedé igual o más perdido que antes, hasta que alguien revolvió mi memoria con las palabras Fun People.
Todo estaba claro: el pequeño y simpático hombre de apariencia sediciosa y juvenil es aquel mutante del rock que, desde lo más insípido de los 90s, viene librando batallas contra los purismos musicales levantando empresas melódicas atiborradas de voluptuosidad y experimento que aletean en contra de los odiosos y anticuados espectros que tanto dividen al rock. Y es que la música de Boom Boom Kid resiste, no sólo por la independencia que luce y expele por todos lados, sino porque también brilla entre todos los motes: punk, postpunk, hardcore, trash, rock alternativo, surf, psycobilly, no importa, es lo mismo, pero drásticamente diferente a la convención, y es justamente en esa diferencia que nace de la mixtura ilimitada, en la que a mi parecer radica el éxito y el cariño desbordado de la gente por Nekro, Carlo, BBK…
Un Groove lleno observa, sobre una pantalla dispuesta al fondo del escenario, el final de la película The Rocky Horror Picture Show. Por un momento me siento en un cine atiborrado de zombis que beben, fuman y balbucean indiscriminadamente. Decido entonces entregarme a la ciencia ficción y abordo ese extraño tren cinematográfico y musical liderado por el científico travesti Frank-N-Furter que, dentro del universo del film, oficia como dueño de la extravagante mansión donde ocurre todo y nada. Pienso en Transilvania y no llego a ningún lado, sigo la historia con deber y siento el efecto de mil granos de pus en mi transitoria cara de adolescente. Me río e imploro silenciosamente que acabe rápido.
¡Por fin! Minutos antes de las 21:30 saltan sobre el escenario BBK y, en menos de lo que canta un gallo, empieza a tronar el combo mientras Nekro brota de la penumbra con su mirada velada por singulares antiparras muy bien concertadas con un rimbombante Ushanka o gorro ruso de orejeras flexibles. Su presencia causa estruendo. Una sola excitación. Es la amistad y la calidez de la gente más disímil que uno pueda imaginarse. Las mejores voluntades dirigidas a un personaje y su banda que representan algo más que rock. Es una fiesta de color y mucho calor. Una fiesta que conjuga todos los géneros diestros en la rapidez y la estridencia.
En menos de cinco canciones –o descargas tan eléctricas como eclécticas- Nekro ya ha cambiado cuatro veces de antiparras y está a punto de acabar un aerosol de espuma. Es un showman que no para de corretear por el escenario ni de sacudirse salvajemente. Abajo del escenario el talante no es otro. El carácter que traspira el rock ultrapotente y caótico de BBK hace mella en el ánimo de todos y cada uno de los asistentes que, embutidos en la misma fruición, se derrochan en un pogo de magnitudes olímpicas. En medio de la algarabía fundidora de mentes germina un orden que cada tanto hace su decidida aparición recambiando los cuerpos porque no hay quien aguante el licencioso desgranar de la música. En poco más de hora y media de recital mis oídos tragaron varias resonancias antiguamente conocidas que no ponen en tela de juicio la pluralidad sonora y polifacética de BBK: esbozos de Minor Threat y Youth of Today, lances de Dead Kennedys y los Ramones, esputos de Sepultura, The Cramps y Nekromantix, destellos de Pixies y Nirvana y guiños de The Velvet Underground y Joy Division.
Hablar de un final es prácticamente imposible. El retumbar del Groove consistió en prolongar la firmeza y el ruido de las bombas arrojadas por Nekro y su combo sobre el aburrido fin de semana electoral. Definitivamente la recalcitrante enfermedad de BBK es la mutabilidad. Mutabilidad que vive y revienta como un virus y a doble corazón. Mutabilidad que merecidamente está por irse de gira al Japón con un navío saturado de porfiada distorsión.
CJay Jaramillo
Fotos: Dahian Cifuentes
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