Me encanta Buenos Aires en Enero. La horda de vacacionistas ha emprendido su anual peregrinar hacia el hacinamiento en playas y campings, llevándose consigo sus hábitos de oficinista estatal comedor de facturas. Sin gente, la ciudad deja de parecerse a esa puta violenta y adicta a las pastillas que todos conocemos -y que amamos un poco-. Ahora se parece más a esa chica sensible y un poco rayada con la que podemos salir a caminar, tomar unos vinos y pasar un rato, si el calor lo permite.
Aún así, en este clima de relajación indolente, pasan cosas. Me refiero a cosas buenas (podés leer los diarios para las otras). Una de ellas es que individuos absolutamente irracionales y dementes eligen organizar un mini festival yendo en contra de la más mínima racionalidad económica: todo el mundo se fue a la mierda, la gente no tiene un mango y tocan bandas internacionales . ¡Y les sale bien! Este fenómeno viene pasando hace ya varios años -con distintas organizaciones-. Lo cierto es que el 11 y 12 de enero, en Uniclub, esta gente se las arregló para montar un evento perfectamente organizado, con un sonido que, con altibajos, mantuvo una calidad superlativa y con un nivel de bandas que te vuelan la cabeza.
Comenzamos con Güacho, un viejo conocido de estas columnas que abrió la fecha y el festival. Qué decir que no haya dicho ya (no, en serio, ¿qué digo?). Son una de las bandas más interesantes para ver hoy en día. Técnicamente impecables, como siempre. La belleza de las canciones y esa cualidad rítmica tan particular hacen que te quedes escuchando atentamente todo el set, a pesar de que, como es de esperar, si ya los viste varias veces los temas ya los conocés. Esta vez, sin embargo, se los notó un poco distantes. Parecían agotados, lo cual se entiende (los tipos han tocado en todos lados durante meses). Esto hizo que las canciones parecieran un poco desangeladas, maquinales, sin la frescura habitual. Igualmente, el set sonó correcto, sostenido por las canciones, que son su alma y principal carta de presentación.
Pasado Güacho, y luego de una breve excursión a la barra (el cronista debe a veces sacrificarse para brindar una imagen completa de lo que pasa, ejem) llegó el turno de Poseidótica. Me agarraron con la guardia baja. Salieron a patear talones como un defensor de la B que recién dejaron salir de la cárcel. Una verdadera máquina de matar. Walter Broide está loco. Eso ya lo sabemos. Y el agregado de David Iapalucci en guitarra (ese demonio de remera roja que saltaba todo el tiempo, guitarrista también de Los Antiguos y Anomalía) convirtió a los ya de por sí intrincados experimentos armónicos de Poseidótica en una sangrienta incursión en lo desconocido. Arrancaron con El Alma de las Máquinas, de su último disco El Dilema del Origen. Una canción de guerra al palo. Sonaban tan fuerte que increíblemente los instrumentos tapaban a la batería (algo que fue corregido pronto, junto con el resto de los niveles). Absolutamente demencial. La complejidad rítmica y armónica me hacían acordar a King Crimson. O sea, King Crimson después de entrar a la villa a comprar y tiroteándose con la policía a la salida (mi fuerte no son las metáforas, claramente). Puntos altos de un set notable: la bella Viaje de Agua, y la decididamente trhashera Videogame. Lo mejor de la noche.
Superado Poseidótica (nueva excursión a la barra, chequeando info), llegó el supuestamente plato fuerte de la noche: Dead Meadow. Digo supuestamente porque con el nivel exhibido por las bandas soporte, la diferencia se vuelve cuanto menos sutil. El set de Dead Meadow pareció seguir el camino inverso de su evolución como banda. Comenzaron con su versión más actual, más cercana al indie que desarrollan con maestría en su último disco Warble Bomb (2013) yendo hacía atrás hacia un estilo más cercano al stoner y al blues psicodélico pesado de sus primeros discos. Lo más extraño de todo fue el pogo/mosh/lo que sea que se armó desde el principio del show. Los pibes volaban por los aires, se subían al escenario y saltaban hacia un público que los transportaba triunfantes antes de estrellarlos (estrolarlos también suena bien) contra el piso (involuntariamente, la buena onda persistió durante toda la fecha). Sin embargo, hacían esto mientras sonaban lánguidas esculturas pop como la bella To The One. Adorables dementes. Volviendo al tema, la intensidad psicodélica y pesada continuó in crescendo y sobre el final una versión de Tomorrow Never Knows terminó de averiar mi medidor de psicodelia. Un gran y variado show de una hermosa banda, o como dicen ellos, “un sabor bizarro”.
Texto: Luis Barone
Fotos: Santi Sombra
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