



Pero si fundar un nuevo orden es una posibilidad, es menester encontrar un nuevo enemigo que no se escurra entre nuestras manos como agua o arena. Esta no es una tarea sencilla en un horizonte fundado en un contractualismo abstracto en el que se supone todos acordamos libremente vivir en este tipo de sociedad y con este tipo de reglas. El fundamento es un consenso, un acuerdo libre y voluntario aunque, obviamente, ficcional. Vivimos en la ficción de que las autoridades son el reflejo de nuestra soberanía porque los procedimientos, ya sea el del contrato social à la Rousseau o à la Rawls, garantizan la transferencia del poder de manera legítima. ¿Ya comienza a hacer esto un poco de ruido en sus cabezas? ¿Quién sostiene el relato de nuestro yugo? ¿Quién es la autoridad a desacatar? No soy yo porque no soy mercado (o al menos no me defino en esos términos), porque no estoy de acuerdo con los principios de la justicia ni con los procedimientos que nos llevan a elegir ‘libremente’ nuestras autoridades, ni mucho menos con los mecanismos de implantación inconsciente de ideología que manipulan mis decisiones diariamente.
Podríamos hacer foco en la que parece ser la máxima autoridad de nuestras sociedades, a saber, la industria cultural, esa que cuenta con total representatividad porque todo lo refleja, todo lo dice bajo la enmienda de la libertad de expresión y todo lo ofrece. Pero no podemos seguir evitando la verdadera función de cada dispositivo de información que, no exclusiva pero sí primordialmente, da forma a sus usuarios y consumidores. A través de lo que Grüner llama “un gigantesco mercado virtual de ideas y representaciones, entre las que somos teóricamente ‘libres’ de elegir, como si la sutil violencia de esta definitiva forma de subjetivación legítimante no nos obligara a elegir siempre lo mismo, encandilados por una apariencia de diversidad infinita e indiscriminada”, nos transforman en sujetos (¡Sí! Sujetos, atados, encadenados) pasivos y dóciles que no tienen ningún problema en naturalizar sus derechos como si no fueran parte de una lucha política, tantas veces efectivizada como una lucha a muerte.


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