Richie, CJ, Elvis (Clem Burke) y Marky son los únicos Ramones vivos. No son los más afamados, tal vez porque ninguno es fundador, o quizá porque ninguno pudo mantenerse en pie aguantando los violentos temporales que trae consigo la vida rock, incluso puede ser que sus respectivas intermitencias hayan estado supeditadas a que no estaban hechos del mismo material ni tuvieran el mismo genio de los más esenciales e imperecederos: Joey, Johnny, Dee Dee y hasta Tommy.
De la manera que sea, lo cierto es que cada uno de ellos ha sabido abrirse camino –musical y sobre todo unipersonal- gracias a su participación en la banda. De seguro, si alguno de ellos no hubiera estado en el momento y lugar adecuados, indudablemente algún otro hijo de vecino de la inacabable ciudad de New York, con la pizca actitudinal necesaria, habría hecho de su experiencia y su nombre lo mismo que ellos han hecho: una marca que, más que registrada desde el evidente punto de vista comercial, es alegremente narcisista. Una marca que sí o sí hay que ver, porque también forma parte irrefutable del entramado mitológico ramonero.
Si te gusta el punk ellos son lo único que te queda para imaginarte y medio vivir la combustión e indisciplina de aquellos años de verdadera calle e inigualable gloria que, por suerte, se niegan a desaparecer. Hoy por hoy los universos que en materia musical mandan la parada son el pop y el reggaetón con sus inseparables masas idiotizadas por el lujo desenfrenado, los cuerpos perfectos y photoshopeados y, por supuesto, los archiediondos y banalizadores likes. La transgresión es mal vista. Es vomitiva. Más si adquiere matices críticos que desnudan contradicciones sociales y reivindican formas expresivas de aguantar y luchar en contra del establishment. Nadie escupe con la vehemencia mocosa del resfriado porque todos se han acostumbrado a la simple expectoración salival como forma políticamente correcta de ser y estar en el mundo contemporáneo.
Es muy probable que me esté convirtiendo en un nostálgico. O en un conservador virtual que genera diatribas insulsas contra el monstruo del cual se nutre. Pero no me importa. Todo esto fue lo que me quedó como epílogo después de ver el show de Marky Ramone en su 40th aniversary tour que, siendo lo de siempre, no deja de sorprender y mucho menos de suscitar esas viejas pasiones que durante 22 años despertaron los Ramones alrededor del mundo a punta de filosas estridencias.
Ahora bien, si el rock –el rock de verdad- va desapareciendo –lentamente- como fórmula de confrontación cultural, no habría palabras para valorar la vertiginosa evaporación que está afrontando el punk como género. Es una realidad. Puede ser que lo hecho por los Ramones, entre otras muchas bandas célebres, esté adquiriendo la odiosa forma del olvido, convirtiéndose más en una pieza de museo que en una bandera capaz de amparar los desencantos con distorsiones infectadas de elocuencia. Una bandera apta para elevar y cuestionar las incongruencias e incógnitas de esta época tan cambiante como nuestros perfiles de Facebook. Ojalá las astas de estas banderas se mantengan erguidas inmortalizando a todos los que en algún momento de nuestras vidas juramos a la sedición y a la revuelta mientras gritábamos Hey Ho Let’s Go. El punk, hoy, más que nunca, es la materialización de la resistencia.
El Teatro Vorterix es un lugar idóneo para la música. Tiene una acústica impecable. El escenario es espacioso y se presta para experimentar con todo. No hay mugre. Y no tendría por qué haberlo mucho menos cuando se presentan leyendas, porque uno de los lujos que pueden darse quienes han protagonizado la historia es precisamente el de contarla nítidamente, con la asepsia necesaria y con todas las de la ley. En suma, de lo que se trata en este tipo de recitales es de garantizar un buen espectáculo asumiendo el hecho de no saber si sea el último porque los músicos, como los fans, también suelen envejecer y morir. Y esto último, además del tratado de remembranzas que desempolva, es tal vez lo que más convocó al público para volcarse masivamente a las dos fechas que Marky concibió para esta capital.
Gente de todas las edades hizo gala de un delirio que el pasado 16 de marzo cumplió 20 años de haber hecho estallar la cancha de River diciendo ¡Adiós Amigos! Marky sale engalanado, con una puntualidad propia de los ingleses y asistido con My way, de Frank Sinatra. Lo acompaña la idéntica alineación exexpulsada y la misma robusta y excepcional voz de la última visita de hace dos años.
Fiesta. Casi dos horas de fiesta. Coros, fiereza, vigor, aplausos. One, two, three, four y a toda mierda. Marky tiene los brazos enchufados a motores de larga duración y sabe muy bien lo que tiene, lo que representa y lo que es. Es una estrella y se comporta como tal. Levita sobre el escenario. Cuando quiere se acerca al micrófono e interactúa con la parsimonia y la convicción propias de un presbítero. Todo el mundo calla y asiente y los que no quieren callar ni asentir son reprendidos por los otros devotos. Él es uno de los últimos Ramones y ojo, capaz es el más querido o, por lo menos, el que sigue tocando lo que todo el mundo quiere escuchar aunque sea por enésima vez, como Rockaway Beach, I wanna be sedated, Cretin Hop o Blitzkrieg Bop.
Es Marky, o el autodefinido «último Ramone». Tomemos perspectiva, valoremos su vigencia, disfrutemos su presencia y mantengamos la esperanza de volver a tenerlo en frente al menos una vez más. Nada de eso es poca cosa.
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