Para muchos el infierno no tiene banda sonora. Dicen los entendidos que el peor sufrimiento para las almas condenadas es el silencio. Si esto es verdad, de lo que se trata, entonces, es de desentrañar ese silencio e interpretarlo para multiplicar el infierno y sus difíciles conmociones y, para eso, aparentemente, nació el metal. Pero el metal duro, no el épico ni el sinfónico ni el que se queda en motonetas, ceños fruncidos y cuero, sino aquel que está hecho y pensado para oídos sordos y desposeídos, en los que la única forma de romper con el imperecedero y angustiante mutismo es fermentarlo con las más hondas oscuridades.
Son las 22hs. Domingo. El Sunset Boulevard porteño no es más que un despoblado caserío que resiste en medio de las luces titilantes que estampan los autos al pasar. Algunos movimientos fugaces en las veredas. Un ruido estruendoso se apodera de la esquina de Humboldt y Niceto Vega. Es el Noiseground en su quinta edición. El festival de rock pesado con más protagonismo de la escena under de la ciudad.
Lo que surge desde adentro, mientras espero que la burocracia me permita entrar, es Sick Porky. Una lástima haberlos escuchado así, sin la sumersión necesaria, porque el sexteto además de ser soberanamente aerodinámico es, también, de lo más depurado que uno puede encontrar hoy por hoy en el rock y en la noche.
Ahora bien, si el infierno no tiene banda sonora y el metal surgió para incentivar –o recrear- su ruido, la que sí está bien musicalizada y descifrada es la voz del Diablo. En eso si hemos sacado ventaja con respecto al cielo, lugar común al que le sucede exactamente lo contrario: música hay por montones, hasta para dos o tres eternidades seguidas pero, paradójicamente, nadie ha podido ni hablar ni cantar emulando la voz de Dios. Todo esto quizá porque la voz del altísimo –si existiera, claro está- podría llegar a ser demasiado sosa, aburrida y majadera. En fin. Desprovista de vicio. Escribo esto en mi cabeza, no lo pienso, mientras escucho a Avernal. Y es que con ese nombre uno sólo puede conjeturar su ascendente y mascarlo como un chicle letal: Averno. Aclaro que nunca he sido devoto del metal, tal vez por mediocre o incluso por testarudo. No logro hacerme de él, con la euforia propia de una pasión que irrumpe con fuerza en la mente, o en el cuerpo, o en el lugar que sea. 35 minutos de Avernal fueron suficientes para reparar en las prolijidades a las que mis oídos no están acostumbrados. Es música trabajada desde las raíces y ejecutada con rigurosidad. Sus guitarras son ecos despavoridos que remontan las montañas anímicas más lóbregas y espinosas. El matrimonio bajo-batería marca las pulsaciones de la batalla que se libra sobre el escenario y la voz, la voz, la voz es la voz del Diablo, pero la de un diablo macizo que más sabe por músico que por diablo, la de un diablo disoluto que no expía ni dispensa consternaciones, sino que las vomita guturalmente para emperifollar su abismo o su música, que es lo mismo, porque en Avernal todos son ministros y señores de la misma sombra.
A todo esto, el local de Niceto lleno en un 80%, con sonido impecable y horarios puntuales. En ningún momento se sintió algún tipo de improvisación por aquello del cambio de lugar a último momento [NdE: de El Teatro de Flores a una fecha en Niceto y otra en el Teatro Vorterix el 20 de agosto].
Cuando supe que The Shrine vendría a tocar en el Noiseground corrí a verificar si eran los mismos que tienen como imagen un lobo malmirado que gruñe debajo de un casco militar. En este mundo hay muchas cosas que se llaman igual pero son distintas. Por suerte no me equivoqué. Ahí estaba el anuncio, de un modo casi panfletario: otra vez la imparable escena rock y joven de California aterrizaría en Buenos Aires enviando a una de sus bandas protegidas. Conocí a The Shrine gracias a Fu Manchu y más especialmente por su tremendísimo álbum The action is go (1997). Fue en una lista de reproducción de Youtube y, después del respectivo y alienado consumo, todo se mutó en investigación. Estos angelinos tienen una bandera sonora que mezcla, por un lado, rock desértico con agresivo surf y, por el otro, juerga punk ochentera con psicodelia skate. Sus riffs son corrosivos. Auténticos vendavales. Y no es para menos. The Shrine ha trabajado de la mano de tipos como Dave Jerden, productor de gigantes como Alice In Chains, Jane´s Adiction y The Offspring. En vivo el trío es bestial. Incendiario. El dichoso casquito de guerra que lleva el fogoso lobo estaba por ahí exhibido en su mesa de ventas. Recurrentemente se veía a alguien ponérselo para sacarse una foto como muestra de haber sobrevivido a la impetuosa guerra vintage atiborrada de sonidos ácidos. The Shrine selló su noche con agitación. Sus límpidas turbinas fueron letárgicas y de seguro legaron varios dolores de cuello. Magistrales. Todo un acierto por parte de los organizadores del festival, un acierto que demuestra conocimiento y compromiso para con el creciente público.
Tras presentarse temprano con Sauron, el Pato Larralde (también de Los Antiguos) charla distendidamente con la formación completa de Catupecu Machu. Vemos a la buena gente de Elefante Guerrero Psíquico Ancestral observando y escuchando atentamente a cada una de las bandas como si fueran científicos de la música. Los Sick Porky disfrutan del ambiente que ellos mismos forjaron entre amigos y que, como está dicho, en la actualidad los convoca como figuras emblemáticas de la amalgama de especies rockeras que agrupa, en un mismo espacio, el Noiseground.
¿Quién nunca se ha preguntado por el origen? Pues bien, los encargados de cerrar el primer día de festival fueron los ya legendarios chicos de Poseidótica. Son exquisitos. La instrumentalidad que ejercen tiene un lenguaje propio que cala directamente en los sentidos, incluso superando el sonido en sí mismo. En su música hay color, aroma, sabor, evocación, mística. Son más que volumen. Son pesquisa. Dualidad. Invitan a viajar, a derribar fronteras mentales. Son un cohete lanzado a flotar entre las neuronas al acecho de la imaginación. Las imágenes que transportan son de proporción onírica y se deslizan sobre una delgada línea narcótica que no quiere establecer límites, precisamente para no estar limitada. Inundan con densidad los vacíos y no se suprimen al no encontrar finales en las espirales que recorren, sino que se sumergen más y más en busca de umbrales, de sentidos nuevos, de linajes que permitan cristalizar el ostracismo de la existencia. Poseidótica rompe con facilidad los moldes que le quieran imponer, sencillamente porque son experiencia vital y no pretenden agotarse en las asperezas de la realidad. Cierre insuperable. Apenas para irse a dormir justo en el filoso contorno espacio-temporal en el que una semana muere y la siguiente brota, de la nada, como un fantasma perdido que busca la apertura de cualquier purgatorio.
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