Garbage en el Luna Park: la rebelión de las máquinas [review]

Garbage volvió a Buenos Aires para presentar Strange Little Birds, su disco más reciente, y a nadie le llamó la atención que la banda que hace veinte años cantó que sólo estaba feliz cuando llovía tocara un martes 13. O que lo hiciera en un estadio que se llama Luna Park. La música de Garbage funcionó siempre a base de contrastes, de superposiciones y de imágenes levemente fuera de foco. Corazón y sangre humanas latiendo debajo de una capa de distorsión mecánica, exactamente al revés que la terminatrix que la cantante Shirley Manson encarnó en la serie The Sarah Connor Chronicles. La tapa de Strange Little Birds, esa «G» mayúscula que parece la garra de un animal mutante, captura a la perfección esa sensación de ambigüedad que es la marca registrada del grupo.

El recital comenzó con una ráfaga irresistible. Supervixen, I think I’m paranoid y Stupid girl les recordaron a los más veteranos del público (y les explicaron a los más jóvenes) por qué esta banda fue una de las dos o tres que moldearon el sonido de la segunda mitad de los ’90. Como se recuerda siempre (y lo sabe bien ese pibe al que en cada nuevo aniversario le piden que se vuelva a tirar a la pileta) fue precisamente uno de los fundadores de Garbage, Butch Vig, el responsable de la producción de otro ícono de aquellos años, como Nevermind.

Lamentablemente, y por recomendación médica, Vig se perdió los tramos europeo y sudamericano de la gira. Eric Gardner lo reemplazó en la batería y, como en las últimas giras, Eric Avery (ex Jane’s Addiction y también colaborador de Nine Inch Nails) aportó desde el fondo del escenario un bajo poderoso para que en primer plano se lucieran los tres no-tan-tristes-tigres protagonistas de la noche. Duke Erikson, que parece uno de los Reservoir Dogs de Tarantino, y Steve Marker, que se mueve como un extraterrestre que nunca termina de adaptarse al cuerpo humano que ocupó apenas cayó en la Tierra, alternaron entre las guitarras y los teclados, y dejaron el centro del escenario libre para que Shirley Manson corriera, saltara y cantara como siempre, como nunca.

A pesar de la avalancha de éxitos, no hubo nostalgia en el repaso de los viejos temas. En realidad, la sensación es la inversa: es el mundo el que parece haber llegado a un lugar del que Garbage venía hablando desde 1995. De hecho, no sería descabellado imaginar su música en algunas series que rozan el imaginario de la banda: Bleed like me, el tema que da título a su disco más descarnado y que Manson presentó el martes como «la canción que mejor define lo que es este grupo», podría sonar perfectamente en la pianola retrofuturista de Westworld y sus androides sensibles (ahí ya suenan otros íconos de los ’90 como Black hole sun de Soundgarden y No surprises de Radiohead). O acompañar las sesiones de conexión psíquica de los protagonistas de Sense8, la serie de los Wachowski y su particular empatía para retratar a personajes que no terminan de encajar en las categorías sexuales, culturales o sociales de un sistema. «Buck the system!» arengó tres veces la cantante antes de arrancar la canción.

El momento más emotivo de la noche, sin embargo, había pasado un rato antes, cuando The trick is to keep breathing fue dedicada a la memoria de Lucía Pérez, plegándose al reclamo de #NiUnaMenos. Sex is not the enemy fue dedicado a la comunidad LGBTQ, y todo el Luna Park saltó en una mini rave con el estribillo «a revolution is the solution». Manson se encargó también de contar cómo, en su anterior visita a la Argentina, trabaron amistad con los Utopians, que abrieron la noche con un set breve pero que fue el aperitivo ideal para el plato fuerte de la noche. Manson le agradeció a Barbi Recanati por haber ofrecido el show de apertura a punto de ser madre, y su propio instinto maternal apareció más adelante: un par de tarados se estaban agarrando a trompadas en medio del pogo improvisado en Why do you love me, mientras Manson gritaba «¡Córtenla!». Se notaba la frustración en su voz al señalar que era precisamente ese comportamiento troglodita el que se había condenado explícitamente un par de temas antes. Un sorbo de whisky, por suerte, hizo volver todo a la normalidad.

Las canciones nuevas no desentonaron entre la sucesión grandes éxitos. Temas oscuros como Blackout o Even though our love is doomed no defraudaban junto a clásicos como Special o a esa genialidad, a la vez perturbadora e irresistible, que es #1 Crush. Otra seguidilla de hits hacía pensar que ya estaba arrancando el viaje hacia el final de la noche. Después de Vow y Only happy when it rains, y antes de los tres bises (Queer, Empty y Cherry Lips), el show propiamente dicho culminó con Push it, probablemente la canción que mejor condensa el sonido de Garbage (en Strange Little Birds ese lugar lo ocupa We never tell). Un sonido que se alimenta de ese contraste entre la calma y la explosión que inauguraron los Pixies a fines de los ’80, y una versión 2.0 de la pared de sonido de Phil Spector, que arrasa con todo en los puentes y en los estribillos. En las canciones de Garbage, cuando parece que la música ya no podría sonar más fuerte, ellos se las arreglan para que pueda sonar todavía un poco más.

Gustavo Fernández Walker

Fotos: Mono Gómez

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