La impronunciable Chimamanda Ngozi Adichie es una intelectual nigeriana que se define como una feminista feliz y africana. Se hizo mundialmente conocida a partir de una charla TED que fue publicada bajo el título Todos deberíamos ser feministas. En esa ocasión, definía a una persona feminista como un hombre o una mujer que cree que el género es un problema en nuestras sociedades y que ha decidido hacer algo para cambiar esa situación. Y para llegar a esa definición y despertar las risas de su audiencia, cuenta al menos una decena de anécdotas en las que las mujeres sufren algún tipo de violencia por ser mujeres. En mi caso, también podría contar decenas, sino cientos, de anécdotas en las que fui víctima de mi condición femenina, de lo que se esperaba que hiciera o dijera por ser mujer.
No conozco Nigeria, que es el lugar donde se sitúan la mayoría de sus relatos, pero me consta que en África la cultura machista y patriarcal controla el modo en que hombres y mujeres llevan adelante sus vidas cotidianas. Una noche, volviendo de cenar con mi esposo en Argel (Argelia), un auto frenó cerca de la vereda por la que andábamos y se bajaron dos hombres que caminaron directamente hacia nosotros y le dijeron algo a mi esposo. Yo contesté y ellos, sin mirarme siquiera, volvieron a dirigirse a mi esposo. Bastante enojada les dije que podían hablar conmigo pero ellos, como si no supieran que yo estaba ahí, volvieron a dirigirse a él. Casi en un grito que surgió del fondo de mi transparencia escucharon: “Él no habla francés, así que si quieren decirnos algo, van a tener que hablar conmigo”.
Pero estas cosas pasan en África, y no acá en Argentina. Excepto esa vez en que, en año nuevo, las mujeres adultas de la familia mandaron a las primas a levantar la mesa mientras los hombres y primos terminaban de tomar su café o cerveza. O esa vez en que la consigna en una cena fue “que las nueras preparen el café”. O esa vez en que una compañera me dijo que si bajaba dos kilos el chico que me gustaba saldría conmigo. O esa vez en que, en la valla de Cemento, me tocaron el culo y cuando me di vuelta furiosa los chicos se me rieron en la cara. O esa vez en que un hombre grande me apoyó su bulto bien al palo en el colectivo, cuando tenía trece años. O esa vez en que a mi amiga la acosaba un alumno en la universidad y un colega hombre se sintió con derecho a intervenir, cuando explícitamente se le había pedido que no lo hiciera. O esa vez en que dije que quería mandar a mi hija a fútbol y me dijeron que, de una vez por todas, aceptara que tuve una nena.
Pero bueno, Argentina porque es un país atrasado. No es como en Europa o en Estados Unidos. Excepto que en Chicago un profesor portugués y uno italiano se pasaban fotos de alumnas contando anécdotas de sus conquistas sexuales, como quien intercambia figuritas. O cuando una profesora de Boston tuvo casi que disculparse por no tener hijos ante un ‘tribunal’ de madres académicas.
¿Se entiende el punto que quiero hacer, junto con Chimamanda? El problema no es África, ni Argentina, ni Estados Unidos ni Europa. El problema es uno de los problemas más antiguamente globalizados de la historia de la humanidad. Por eso “todos deberíamos ser feministas”. Y Chimamanda, en Querida Ijeawele: cómo educar en el feminismo, publica una carta que le escribe a una amiga que acaba de ser madre, con quince consejos para criar a un hijo con vistas a construir un mundo más justo para todos, es decir, un mundo feminista, o mejor aún, un mundo en el que el feminismo se haya vuelto obsoleto. Claro que el feminismo es contextual, no es igual en todas partes del mundo y no combate de la misma manera. Pero lo que parece ser una premisa universal es que, si no educamos diferente, no vamos a obtener resultados muy diferentes a los que tuvimos hasta ahora. Pero para poder educar diferente, tenemos nosotros que cambiar nuestras representaciones de lo que es la mujer, el hombre, la maternidad, la paternidad, la pareja, el poder y la felicidad.

Credit Photo: Erin Baiano
Tengo que reconocer que a menudo doy por sentado que somos muchos más los que compartimos este cambio de modo de ver el mundo. En consecuencia, me sorprendo ante la cantidad de obviedades que asumo que, de hecho, no tienen nada de obvio. Por eso este libro, que no tiene ni cien páginas y que se lee como un pequeño panfleto de consejos de revista, resulta tan apremiante y tan importante. Sé una persona plena y no te definas únicamente por tu maternidad; padres y madres son igualmente responsables del cuidado de los hijos; los roles de género son una estupidez; enseñales a tus hijos a leer y a cuestionar el lenguaje; el matrimonio no es un logro para nadie y ningún ser humano tiene la obligación de gustar; hablales de sexo a tus hijos, etc. Estos son algunos de los consejos obvios, que son más fáciles de aplicar con nenes que con nenas.
Pero lo más importante es que, por sobre todo, estas sugerencias exigen que “para asegurarte de que no hereda la vergüenza, tienes que liberarte de la vergüenza que has heredado”. Creo que esto es lo más difícil de todo lo que el feminismo nos compele a hacer. Nos obliga a mirarnos al espejo sin filtros y asumirnos como proyectos, como personas que tenemos que hacer, no que somos de manera acabada. Nos urge a encontrar el patriarca que tenemos adentro, a hombres y a mujeres, para dejar de alimentarlo hasta que muera de inanición.
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