Termina un nuevo Rock al Parque y, haya sido bueno o malo, hay muchas cosas para rescatar. Por ejemplo: que es el primero bajo la coyuntura histórica colombiana que se ha dado en llamar “la era del posconflicto”. Es decir, el primer Rock al Parque en un país que está estrenando una supuesta paz, después de haber transitado oscuros cincuenta y tres años de guerra.
Recién la semana pasada la guerrilla más vieja del hemisferio occidental entregó definitivamente sus armas, cerrando así un apócrifo ciclo de violencia, pero, la verdad sea dicha: las bombas, el paramilitarismo y la incertidumbre siguen embistiendo el idealismo colombiano. Lo que realmente se está viviendo es más bien una paz sin paz.
Por otro lado, también hay que destacar el hecho de que un festival como Rock al Parque, con su punta de lanza publicitaria que presume de ser, hasta el hastío, el festival al aire libre gratuito más importante y masivo de Hispanoamérica, siga cumpliendo con esa difícil labor social y cultural tan importante en un país profundamente conservador y ultrapolarizado como Colombia: abrir un espacio (político, entre otras cosas) para la expresión juvenil por medio de la música, en el cual, sí o sí, se ponen a prueba la convivencia, la tolerancia y el diálogo entre la multiplicidad de escenas que habitan la ciudad –y el país-. Punks, metaleros, rude boys, skinheads, rastafaris, barristas, hardcoreros, Straight edges, glameros, hipsters, darks, indies, etc., se portaron a la altura de las circunstancias. Por lo menos así fue durante los tres días que duró el festival. De cualquier manera, con quinientos logísticos, dos mil policías al acecho, tres tanquetas del siniestro escuadrón anti disturbios con sus respectivos agentes lacrimógenos, un centenar de carabineros ensillados en sus caballos gigantes y tres cinturones de seguridad para el ingreso, el asunto simplemente no podía ser de otra manera. Una vez más: bueno o malo hay muchas cosas para rescatar.
Sábado:
Fueron tres días con un clima excepcional. En una ciudad como Bogotá, en la que llueve poco más de la mitad del año, es una suerte contar con días atiborrados de sol, despejados y con temperaturas estables. También fueron tres los escenarios dispuestos para la liturgia del rock: Plaza –el más grande y el único asfaltado-, Bio –de convocatoria mediana ubicado al lado de una montañita- y Eco –idóneo para tirarse al césped y fumar y escuchar-). Cada uno con una puesta en escena esmerada pero, con un sonido que francamente pudo estar mejor.
Como siempre, el primer día fue para los metaleros. A las 13:30 empezaron a tronar los amplificadores, a ensordecer las inmediaciones del parque Simón Bolívar y, por supuesto, a hacer volar las cabelleras. Bandas nacionales y de la convocatoria distrital tuvieron la oportunidad de mostrar su trabajo, descentralizando y diversificando así el rock nacional: Fénix de Cartagena, Occultus de Cali, los célebres Reencarnación de Medellín y los bogotanos de Dead Silence, Herejía, Vein y Darkness (estos últimos despidiéndose para siempre de los escenarios). Todas las agrupaciones envolvieron al público en una nébula de metal con sonidos que marcharon, feliz y generosamente, entre los cascotes psicológicos del death y los pesadísimos celajes del black y el dark.
A las 20:10, en el escenario Bio, la banda de thrash, Death Angel, saltó al escenario Bio para celebrar con los bogotanos sus 35 años de trayectoria. Los californianos y la noche maridaron perfectamente. Un show de primer nivel con una luminotecnia ungida de tinieblas.
A continuación, en el escenario Plaza y, por tercera vez en Colombia, Lamb of God. Una banda extática, que expone tal vez el groove metal más depurado de la escena yanqui, con unos riffs de guitarra extravagantes y poderosos que recuerdan lo mejor de Pantera. Los Lamb abrieron el cielo sabatino con una distorsión ceremonial. La voz gutural de Randy Blythe, descomunal y atmosférica, desencajó a más de uno. En suma, los muchachos de Richmond, Virginia, dejaron con tortícolis a medio parque, mientras la otra mitad seguro llegó a casa a descargar su música y a ponerse hielo en la cabeza.
Al final del día se calculó una asistencia total de 70 mil almas que, sin más, palpitaron con las veinte bandas cuidadosamente elegidas y ofertadas. Si algo queda claro de este primer día, y de los primeros días de versiones pasadas del festival, es que el público metalero es el consentido de la ciudad y eso tiene una razón de ser: son muchos y muy fieles.
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