Stoner: balada de un hombre común

La idea de «gran novela americana», que desde siempre obsesiona a críticos y lectores de los Estados Unidos, funciona como una especie de ballena blanca. Pretender que un único libro concentre entre sus dos tapas esa función totémica parece tan excesivo y delirante como la obsesión del capitán Ahab por Moby Dick (en la que probablemente sea, al fin de cuentas, la principal candidata a ser la gran novela americana). En un reciente artículo del New Yorker, incluso se llega a proponer la flamante traducción al inglés de Zama de Antonio di Benedetto como una seria aspirante a ese título imposible.

No estaría mal.

Pero también podría ser que ese libro mítico, si es que verdaderamente existe, haya pasado casi desapercibido en su momento, traspapelado en la marea de títulos y autores, y recién ahora encuentre, inesperadamente, una nueva oportunidad. Una reaparición como la de esos viejos campeones de box que regresan para una última pelea y, casi en silencio, la ganan por nocaut. Y es que, en realidad, no importa tanto determinar si Stoner de John Williams es la gran novela americana o no. Alcanza con decir que es un libro perfecto.

La aparente sencillez de la novela hizo que pasara desapercibida cuando fue publicada, en 1965. Las palabras preliminares, en las que se nos presenta a un personaje cuya vida transcurrió sin pena ni gloria en el campus de la Universidad de Missouri, podrían aplicarse perfectamente a la propia obra y a su autor, él mismo un profesor de perfil bajísimo, que apenas alcanzó un cierto reconocimiento con su siguiente novela, Augustus (1973).

Pero en esa virtual intrascendencia se esconde en realidad el principal atractivo de Stoner. Como en la vida de su personaje, también en la escritura de John Williams los silencios, lo que late detrás de lo dicho, es lo que ofrece las mayores revelaciones. Lo que transcurre ante nuestros ojos es una vida en la que las principales decisiones (relativas a la vocación, el amor, la familia, el trabajo) son apenas perceptibles. El sismógrafo vital del protagonista apenas si registra un par de leves temblores. Para cuando llegamos a las últimas páginas, la biografía de William Stoner parece acercarse a su fin sin que él mismo parezca haberse percatado.

En ese sentido, resulta revelador contrastar la figura de Stoner con la de cada una de las personas con las que se enfrenta a lo largo de su vida: con su familia, que esperaba de él la puesta al día de la hacienda familiar; con su esposa, de la que lo separa un abismo cada vez más pronunciado; con su hija, a la que lo une el que tal vez sea el amor más genuino que haya podido manifestar en su vida. Pero también: con esa amante con la que establece una relación a la vez ardiente y distante; con su rival en los claustros universitarios, dispuesto a hacerle la vida imposible; con sus alumnos, que enfrentan la vida académica de un modo que, a medida que pasan los años, Stoner parece incapaz de comprender del todo. Y fundamentalmente: con cada uno de sus dos amigos de juventud, que parten a la guerra mientras él se queda en Columbia.

Y sólo uno de ellos regresa.

Si el contraste entre el lacónico Stoner y el atlético y locuaz Gordon Finch resulta manifiesto, no menos determinante es ese tercero ausente en el círculo de amistades. Dave Masters muere en las primeras páginas del libro, pero su fantasma parece sobrevolar la vida de Stoner hasta el final, como una suerte de espejo invisible en el que cada (in)decisión del protagonista está condenada a medirse. Entre esa vida que pudo haber sido y no fue, y la vida que fue, aunque parece no haber sido del todo, late el corazón secreto de esta novela extraordinaria.

Lalo Lambda

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