Cerca del final de la primera parte, mientras sonaba una versión hipnótica de Reverence, la sensación era la de estar en el Bang Bang Bar de la última temporada de Twin Peaks: una mezcla de distorsión apocalíptica, surrealismo e inocencia. Las canciones de The Jesus and Mary Chain siempre tuvieron ese doble rostro, familiar y extraño a la vez. Melodías sencillas, casi ingenuas, enterradas bajo capas y capas de guitarras desfiguradas por acoples y todos los efectos conocidos a mediados de los ’80, cuando los hermanos Jim y William Reid decidieron armar una banda de rock y bautizarla con un nombre incapaz de pasar desapercibido.
Pero esa sensación duró apenas un par de canciones, y de a poco volví a la realidad. No estoy en Twin Peaks, sino en Gotemburgo. El bar no es el Bang Bang, sino el Trädgår’n, y la ciudad no se parece en nada a las que se ven en las películas de David Lynch. Göteborg (pronúnciese yéte-bóri) es la segunda localidad más poblada de Suecia, después de la capital Estocolmo, y es prácticamente una ciudad universitaria. En toda la zona céntrica, no se pueden caminar dos o tres cuadras sin encontrarse con un edificio decorado con el cartel azul y el emblema de la institución. Hasta el departamento que alquilo pertenece a la Universidad, que tiene varios edificios desperdigados por la ciudad para alojar a los estudiantes, profesores e investigadores que llegan desde todos los puntos imaginables del planeta.
Tal vez sea ese cosmopolitismo lo que hace de Gotenburgo una parada atractiva para las bandas en gira [NdE: allí se rompió la gamba Dave Grohl en 2015]. El viernes pasado, el Trädgår’n estaba colmado y se notaba en el público una ansiedad por ver en vivo a una banda que volvía a girar después de varios años, y con disco nuevo bajo el brazo. Un público compuesto por una mayoría de cuarentones, adolescentes entre los ’80 y los ’90, cuando The Jesus and Mary Chain tuvo su momento de gloria, volviendo a calzarse viejas remeras de los Pixies (que versionaron Head On en Trompe Le Monde) y de Primal Scream (no olvidar que Bobby Gillespie fue baterista de JAMC en la prehistoria de la banda). De las remeras dedicadas a los discos oficiales, las de Automatic competían en popularidad con las más esperables de Psychocandy, una muestra de cómo el paso del tiempo suele modificar la opinión acerca de discos que, al escucharlos por primera vez, suenan a traición o bofetada en la cara de los fans de la primera hora. Retrospectivamente, los pasos en falso demuestran ser, si no calculados, al menos tan honestos como aquellos que fueron festejados desde el comienzo. «Perdón Automatic», podría haber dicho una bandera en la tribuna.
El show arrancó con Amputation, tema de apertura del reciente Damage and Joy. Enseguida Happy When It Rains y Head On dejaron en claro que también habría espacio para los grandes éxitos. La seguidilla Always Sad, Black and Blues y Mood Rider demostraron que las canciones cosecha 2017 de The Jesus and Mary Chain no desentonan entre los clásicos. La parte central del recital tuvo puntos altos en Some Candy Talking, Halfway to Crazy (reconocimiento de la deuda ramonera de la banda) y especialmente en los tres temas de Honey’s Dead (Far Gone and Out, Teenage Lust y Reverence), en los que William Reid, con su peinado a la Tim Burton y su panza maradoniana, parecía estar intentando encontrar dónde estaba el umbral de la distorsión humanamente tolerable, para cruzarlo en la canción siguiente.
Sin llegar a los extremos de los primeros años, cuando tocaban de espaldas a un público que le ponía condimento a los shows partiéndose botellas en la cabeza, esta versión madura de The Jesus and Mary Chain mantiene ese espíritu introvertido, interactuando con la gente lo mínimo indispensable: apenas un «buenas noches», un par de «gracias» y una divertida mini-pelea fraternal («¡Cortala un segundo!» gritó Jim cuando los acoples de la guitarra de su hermano no le permitían abrir un paréntesis para presentar las nuevas canciones). Hasta los movimientos sobre el escenario son casi imperceptibles, como si la banda quisiera demostrar que no hace falta mayor despliegue físico para liberar grandes cantidades de energía.
Los bises recorrieron costados más oscuros con Cracking Up e In a Hole, y cuando parecía que todo terminaba con War on Peace (de lo mejor del nuevo disco), la banda volvió para un par de temas más, como para pellizcarnos una última vez los tímpanos y recordarnos que no había sido todo un sueño o un recuerdo de un pasado adolescente. I Hate Rock ‘n’ Roll fue el final ideal para una noche de distorsión y felicidad. También, para qué negarlo, de una cuota de nostalgia. Cuando uno está trabajando en un país lejano y suena Just Like Honey de fondo, es difícil no sentirse un poco como Bill Murray en Lost in Translation.
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