“Estoy sentado en Baker Street mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de la historia”
El flamante polvo blanco es el protagonista de los 16 relatos que sacuden el cerebro tanto de los lectores adictos como de los no adictos. Realmente, cada relato puede leerse como una persistencia del anterior, tal cual como sucede en las novelas breves, en las crónicas capituladas o en los poemas épicos.
Lo que expone crudamente el escritor mexicano Julián Herbert (Acapulco, 1971) en Cocaína (Manual de usuario), es una multiplicidad de uróboros anómalos, duros e incoherentes que se redimen a sí mismos aspirando el desabrimiento de la realidad que les es propia, mientras, a su vez, van arrasando con el porvenir de sus confusas vidas.
De repente, en cualquier esquina del libro asoma un nuevo punto de vista que se estrangula en un desierto descriptivo magistral y, después, surge de la nada otra historia que zanja el mismo fenómeno con un filo tan irónico como poético. Cada personaje, cada lugar, cada circunstancia transpira cotidianidad en su más pura esencia y se apoya en lo que parecen ser las remembranzas del autor a propósito de su propio laberinto narcótico.
Todo aquí es desplegable: cada ritual de consumo, los disímiles niveles de la adicción, las marañas alucinatorias, la opulencia de una sensación o las paradojas –siempre palpitantes- de la enajenación. Hay catálogos de adictos y modos de ser que experimentan con el vicio, que se hunden y salen a flote, que se van y vuelven de sí mismos con un descaro perfecto. El mundo de la droga es inconexo y muchas veces surreal, no hay explicaciones que puedan derrumbar el mito de la oscuridad a la cual –aparentemente- están abocados los consumidores y, lo que logra Herbert es, precisamente, desvirtuar esas sombras para entregarles la luminotecnia propia de los dioses que, hastiados y fatigados de la perfección o el sufrimiento, se sumergen en la rapidez de una línea para poder elevarse.
Las narraciones oscilan entre la ansiedad y la angustia, entre el consuelo y el éxtasis y el lector nunca encontrará nada más excepcional que la escueta ordinariez de la condición humana. Quizás se puedan pescar atisbos de irreverencia, sucia, digamos, pero la candidez de la escritura de Herbert presenta cada situación límite como un paraíso de incontables opciones siempre prestas a la explosión y al caos. Nunca se sabe de dónde viene nadie ni a dónde va, pero sí en donde está, porque lo que importa es la rusticidad del contexto, el presente a secas.
No es un texto poblado de inverosimilitudes ni extravagancias y mucho menos de excesiva imaginería, por el contrario, cada frase sabe desdoblar una agudeza sensorial tan adictiva como la cocaína en sí misma, regalándole al lector una suerte de ethos literario explícito y por eso poderoso que hace de la lectura una experiencia prácticamente extática, en donde se sublima lo común y corriente -incluso lo díscolo- que, hoy por hoy, resulta el consumo indiscriminado de la droga más famosa del mundo.
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