Embajada Boliviana en Ciudad de México: la banda sonora del exilio [review]

Una chica, a mi lado, grita: «¡Chinga tu madre, no más baladita, queremos punk-rock!». Sobre el escenario, Julián Ibarrolaza, la entraña más latente de Embajada Boliviana, va por su cuarto tema acústico de la noche. Pienso: ¿Qué es más punk que pararse en un local punk a cantar temas desconectados y románticos? Evidentemente, la chica no sabe nada. Probablemente en tres o cuatro años, cuando se reciba de ingeniera ambiental (le pregunté) y empiece a buscar empleo y pareja y estabilidad, intentará esconder de su experiencia vital esta época de su vida y su chamarra con enorme parche de Misfits en la espalda pasará, por línea directa, a la primita rebelde, si es que no termina rematada en algún puesto del Tianguis Cultural del Chopo.

Ahora bien, detrás de la futura ingeniera y yo, lo de ley: seiscientos o setecientos punks religiosamente encuerados y encrestados, borrachos, drogados y traspirados, con ganas de romperse todo en un pogo. Punks de esos que escandalizan a los sectores más conservadores de las deformadas clases medias latinoamericanas. Punks malos, malísimos, que cantan, a grito herido, con sus corazones calcinados, lúgubres canciones de amor: «Hey nena, no llores más, porque igual no vas a resucitar, hemos muerto en una noche loca, loca, loca, loca y hermosa».

A Julián no le cabe una sola gota de entusiasmo. Su rostro es una catarata de vibraciones inclasificables: ojos diáfanos y profundos, retozo nervioso, alucinación. A siete mil quinientos kilómetros de distancia de La Plata, Julián descubrió una parte importante de su pandilla trasnacional. Más de veinticinco años pasaron antes de que él y Embajada Boliviana aterrizaran en la monstruosa Ciudad de México. Julián viaja de mano en mano, de cabeza en cabeza, rozando el techo bajo del Gato Calavera, mientras el coro, delirante, brama: «Te quedaste en mis ojos como el sol en la tarde, te marchaste más pronto que un perro en la calle, te llevaste contigo el silencio mío esta vez es muy tarde no voy a esperarte».

«¡Gracias México!», susurró, mientras tocaba su pecho, a la altura del corazón, lugar en donde brillaba el escudo de la selección mexicana de fútbol.

A las 21 horas de un jueves los autos disminuyen la velocidad para ver el desfile de bichos raros. Los transeúntes pasan, intolerantes, frente al local de Condesa, husmeándolo todo con los rabillos de los ojos. Apuran su paso entre el tufo del rocanrol y la pujante fragancia de tortillas y trompos de carne, febriles en su copulación, llamada tacos al pastor.

Hay que decir que este jueves de noviembre no es un día cualquiera. Evo Morales lleva cuarenta y ocho horas en la capital mexicana y no parece una simple coincidencia que Embajada Boliviana haya llegado, casi al mismo tiempo, a tocar. El exilio que le empieza al expresidente boliviano es el final del exilio de Embajada fuera de México. Un apoyo mutuo. Una voz que reza: tranquilos todos, nada –nunca- es para siempre.

 

En medio de la gravitante e inagotable toxina atmosférica de la Avenida Insurgentes Sur, en el 179, se eleva el recinto que alberga a los mamones más mamones de la urbe o, para ser más precisos: a los soñadores de locuras. El Gato Calavera es uno de los bares más icónicos del punk chilango. Con El Foro Alicia, ambos funcionan como la médula de la escena, con eventos prácticamente todos los días, enmarcados siempre dentro del rock. Esto quiere decir: buenos precios, contracultura por doquier, altísimos decibeles y una oscuridad dispuesta a devorar cualquier cosa.

Ya embutido en el set eléctrico, el respetable secundó cada tema. Estaba claro: Embajada jugaba de local. Algunos cantaban emulando el acento argento, mientras otros se quejaban de la falta de identidad. La ingeniera no tardó en perderse y, a cambio, apareció Raúl, proveniente de Acapulco, completamente solo. Era su primera vez en la ciudad. Su esposa no autorizó el viaje y él se escapó. “Algún día me perdonará”, dice. Embajada Boliviana y él nacieron el mismo año y, agrega, con Eskorbuto y Los Ramones, se conforma la santísima trinidad de su punk-rock más íntimo.

Todos iban y venían como fantasmas presididos por un acalorado remolino. La pesadez del ambiente contrastaba con la ligereza de los movimientos que cada quien, a su manera, lograba. Al Gato no le cabía ni un zancudo. Porciones de gente por todos lados: pies sobre cabezas, tobillos contra codos, pómulos pegados al suelo, cuerpos circulando por el techo como tarántulas. Aguaceros de cerveza se mezclaban con gotas hirvientes de salivas y sudores. El público formaba un gran mazacote de viscosidades ambulantes. Además de un poderoso orfeón que bien podría sacudir la colonia entera.

Lisandro Ibarrolaza y Emiliano Elso pudieron haberse quedado sin voz y, percusión y teclados, no dieron tregua: lo licuaron todo. Arrumada en el escenario la banda enfiló sus grandes éxitos: No tengo nada, Ella está loca, Alguien como yo, Pateando basura, ¿Qué le voy a hacer?, Pobre corazón, Memorias de la guerra. Afuera del Gato, la noche turbia, abría su telón revelando las infinitas dramaturgias del comercio sexual de la Avenida Insurgentes. Los punks salieron en silencio, a macerarse en los intestinos hormigueados de la bestia.

“Este pinche veneno hay que saborearlo: ponle chile y rock y ya eres chilango”, me dijo un metalero, cuando se enteró de mi extranjería. Él salía de ver a Suicidal Tendencies, en un foro aledaño. Al final preguntó: «oye güey: ¿Evo Morales estaba por ahí?». Y nadie pudo contener la risa.

Texto: Gio Jaramillo; fotos: Dahian Cifuentes (Ciudad de México)

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