Algo, en primera instancia, fascina de estos textos: su atmósfera, la disolución de los contornos, un misterio que no es fáctico, ni está escondido, ni pide que salgamos en su búsqueda, sino que es metafísico, es palpable, y nos salta con resolución a la cara. Es el secreto de los textos de Sur el que nos averigua a nosotros. No quiero decir que se trata de crónicas, no quiero decir que son cuentos, mucho menos que son ensayos. Su deslocalización es genérica y geográfica. El título del libro, en apariencia un punto cardinal, es más bien una ruta emotiva y una brújula sentimental que no tienen claro adónde ir y que, por lo visto, prefiere no enterarse.
La voz de este libro da tumbos a través de una escéptica ternura que no se rebaja al cinismo («Yo acababa de robar una novelita de Puig y salí de lo más contento») ni a la celebración («La esperanza es una sombra proyectada sobre la pared para el espanto de los tontos») y que es siempre profundamente confesional. Es también elegante, uno puede sentir su desgarramiento sutil, su constante peregrinar por escenarios plebeyos sin estridencia alguna, como solo puede hacerlo alguien que pertenece de antemano a esos escenarios.
G Jaramillo Rojas siempre llega a lugares en los que ya estaba, es un forastero en casa, un anfitrión en el extranjero (aunque parece haber abolido esa condición de sí, se haya percatado él o no), y vive en constante estado de extrañeza y sorpresa. En suma, hace del asombro una cotidianidad.
En el relato llamado El extranjero, de hecho, descubrimos esta línea impactante: «Viajar es aceptar la carencia de lugares… todo dentro de este mundo es muy chico». El libro, que ha sido escrito en mitad de la bruma, un libro mayoritariamente nocturno, un libro arrabalero y luminosamente precario, tiene muchos de estos golpes de efecto, como un fósforo lúcido que se prende en mitad del relato para recordarnos que la inteligencia que pone en funcionamiento la máquina de la escritura sigue ahí.
Por ejemplo: «…el posible flujo de entendimientos y avenencias que saben dejar las resacas cuando están a punto de abandonar nuestros cuerpos». O esta: «Ni las comedias ni los dramas matan gente. Sólo matan tiempo». Y una que cumple con su propio sentido y parece un grafiti invencible sobre un muro cualquier de algún barrio obrero de extrarradio: «La calle es la literatura de cualquier cosa».
La condición de extranjero en este libro, sospecho, no tiene que ver con un asunto identitario o geográfico. Tiene que ver con un leve corrimiento sensorial, el movimiento nervioso ante una situación manejable pero insospechada, violentamente común. La tensión sexual con una chica recientemente conocida, primero en un bar de su ciudad, luego en su casa y en su azotea, y luego en el alquiler temporal del narrador, muestra los detalles del vértigo físico, las distintas temporadas por las que pasa siempre el cuerpo en una noche que promete para su final el beso de la pequeña muerte. En la duda y la vacilación está la honestidad y el deseo.
Un músculo fino traza estos ambientes de humo, espacios cargados de una nada vibrante. El libro se mueve siempre al borde de algo, en una periferia. Su mirada es lateral y su emoción es oblicua. Aquí las palabras observan todo el tiempo. Hablan de un afuera que es adentro, los personajes que desfilan por estos textos pueden ser vaporosos en la misma medida en que se vuelven entrañables, sospechosamente íntimos. Nadie es lo suficientemente lejano como para que no pueda también tratarse de uno mismo.
Me gustan, además, las zonas de aparente sopor, el modo en que se hunden los relatos en un colchón mullido de lento desasosiego, sus zonas reflexivas, y la resignación eléctrica que conduce a veces a la pereza física pero no espiritual, como bien demuestra Tiempo nublado con un inicio por todo lo alto: «¿Hay en el mundo algún país que después de unas elecciones presidenciales o golpe de estado o lo que sea no piense de sí mismo que se está yendo a la mierda? Le respondí que no, que por suerte no hay ningún país en el mundo que no piense de sí mismo que se está yendo a la mierda».
Es notable, a su vez, tanto la capacidad asociativa («…años antes, caminando por cerro alegre en Valparaíso, se le había ocurrido que, con un paisaje así, era imposible que Gustav Klimt hubiera vivido gran parte de su vida en la ciudad austrohúngara de Baumgarten.») como una conciencia política cargada de un humor subversivo que apunta al corazón del mal («Siempre he pensado que el día que me llamen les preguntaré por un seguro que me proteja no contra el desempleo sino contra el empleo. Esa fiera que te carcome vivo.»)
¿Qué se sabe del sur más allá de que es siempre un extravío, un rincón, y de que solo se habita en él a través de un sumergimiento? Por fortuna, tal como demuestra este libro, el sur parece ser cierto lugar donde los aprendices todavía creen «que al final de la luz es donde se encuentra el túnel». *
Carlos Manuel Álvarez, Ciudad de México
*Gio es parte integrante de Brandy con Caramelos y todos los que escribimos en este sitio sentimos gran orgullo por esta publicación suya.
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