La confusión general puede llegar a ser reveladora, aclaratoria. Y para que eso suceda sólo basta con no querer ser uno más del montón, detenerse un minuto y mirar con detenimiento lo que pasa alrededor. Basta, en definitiva, con perder el miedo a no pertenecer a la inmensa mayoría a la que, en muchos casos, le es más cómodo subirse al tren de la alegría, la estupidez y el sinsentido, en lugar de criticar, cuestionar, cuestionarse y prestarle debida atención al mensaje de los verdaderos referentes culturales, que por algo se han ganado ese lugar. Si se está cansado de la desidia con que la mayoría mete todo sonido en la misma bolsa diciendo que “gustos son gustos”, o si se está harto de escuchar a los tibios de las redes sociales y la vida darles lo mismo la muerte de un compatriota tras una protesta que una cucaracha a manos de un Raid, es reconfortante reencontrarse con Bad Religion en un escenario, banda que desde su fundación en 1979 decidió de qué lado quería estar, ya que desde su nombre y su logo tomó una postura. Luego, claro, lo hizo con sus letras y con su actitud, ante el rock y ante la vida.
Con sentido común, inteligencia catedrática y una energía inagotable, están aquí de nuevo para demostrar que su vigencia no es por inercia sino por actualidad, porque no se dejan llevar ni por las tendencias ni por los mandatos de la industria. Ellos siguen componiendo discos y girando por todo el globo haciendo escuela y cosechando respeto. Su magnetismo no se basa ni en su imagen ni en su exposición, porque la adhesión que generan y el respeto que aun reciben con más de treinta años de carrera es porque siguen teniendo algo para decir y por la manera directa en que lo dicen. No esquivan el bulto y cuestionan todo. No sólo dan la sensación de ser tipos inteligentes, lo son, y a nadie se le ocurriría decir que Greg Graffin y compañía siguen en la ruta haciendo plata fácil, porque estaría meando groseramente afuera del tarro. Bad Religion tiene mucho para dar y tiene un rol más que importante dentro del punk rock, un género que al haber sido banalizado por los cultures de la apariencia hoy padece una crisis casi terminal. Y sí, suenan como ninguno.
En Buenos Aires, durante las últimas dos décadas la banda se ha movido por estadios, tanto Obras como el Malvinas Argentinas, y por festivales, ya sea en River para el Quilmes Rock, y o en el chetisimo Hipódromo de San Isidro para el Lollapalooza. Tocar en un lugar tan íntimo como el Teatro Flores es toda una novedad y el RockOut 2017, que incluye también a Lash Out y Eterna Inocencia, ofrece ese marco inigualable. Nunca antes se tuvo tan cerca a los Bad Religion y Greg se encarga de decir que ha notado el carácter especial de la noche. “Hoy puedo escuchar hasta lo que dicen entre ustedes”, avisa. La atmósfera que se vive solo es comparable con el antecedente inmediato de Rancid, a principios de año en el mismo lugar. El cambio de contexto se nota y se disfruta, ya que ante el avance sin frenos de las convocatorias masivas y sponsoreadas de los últimos años, el show de bandas extranjeras en pequeños venues se ha convertido en el nuevo bien preciado. Y la conclusión general, hoy, es que es preferible pagar una fortuna por esto que por lo otro…
Luego del correcto show de Lash Out y de la muy emotiva presentación de Eterna Inocencia, los padrinos del punk rock californiano toman lentamente el escenario, saludan y le sacuden con Recipe for hate y su urgente, y vigente, mensaje: “La promesa de prosperidad nos está abrumando, nos afecta como una enfermedad”. Así como Joe Strummer lo entendió de los Ramones, Bad Religion no pierde ni un minuto en arengas empalagosas de las que suelen abusar algunos de sus colegas. El público no tiene tiempo que perder y la banda tampoco, por eso el mensaje tiene que ser concreto y directo, como una aguja hipodérmica bien intencionada. Quedan 32 temas por delante, mucho trabajo por hacer y muchas cabezas que alertar de que el mundo en que vivimos es una completa mierda y que sólo los despiertos podrán lidiar con él. Por eso arremeten, entre otros, con Can’t stop it, Stranger than fiction y la más profética pero a la vez actual de todas, 21st Century Digital Boy: “Porque soy un chico digital del siglo 21, no sé cómo vivir pero tengo muchos juguetes”.
La banda, con 38 años de carrera, no se estresa por la formación para salir de gira. Tocan los que están y así funciona, sin fricciones internas ni escándalos hacia afuera. Se da todo con naturalidad y sapiencia. Hoy están Greg Graffin, Jay Bentley, Mike Dimkich (ex Channel 3 y The Cult que en 2013 reemplazó al ex Circle Jerks Greg Hetson), Brian Baker (ex Minor Threat que luce una remera con la cara de Trump y la leyenda “Cerdo fascista”), y Jamie Miller. Mañana, en la próxima gira, podrían ser otros, pero seguirá siendo Bad Religion y tendrá integrantes a la altura de una banda vigente, por su estado físico e intelectual, y actual, por lo oportuno y necesario de su mensaje.
Su derrotero de grandes éxitos recuerda a Tested, de 1997, en el que incluyeron todo lo necesario no sólo para ponerlo en el reproductor, sino para encuadrarlo. La lista incluye a Change of ideas, No control, Generator, Punk rock song, Fuck armageddon this is hell y American Jesus: “Lo siento por la población del planeta, ya que unos pocos viven en Estados Unidos. Al menos los extranjeros pueden copiar nuestra moralidad. Pueden visitarnos pero no quedarse y solo una preciosa minoría puede almacenar la prosperidad”.
Se fue Bad Religion. Ahora es tiempo de esperar a que la escuela ambulante del profesor Graffin vuelva por estas tierras y que, además de darnos el gran show de siempre, nos recuerde que es horrible ser tibios y que siempre hay que saber de qué lado se está. Ellos, por su parte, ya eligieron hace unos 38 años.
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