En algún apartado de Memoria por correspondencia (Laguna Libros, Bogotá, 2012) Emma Reyes le escribe a Germán Arciniegas, su entrañable amigo e interlocutor epistolar: “Y no me regañes, porque si tú crees que basta tener las ideas, yo te digo que si uno no sabe cómo escribirlas para que sean comprensibles es igual que si uno no tuviera ideas. Mi cabeza es como un cuarto lleno de trastos viejos donde no se sabe más lo que hay ni en qué estado”.
Si escribiéramos un guion cinematográfico y pusiéramos a un personaje a decir esto, seguramente el mejor lugar para que transcurriera la hipotética escena sería un confesionario. El poder de la declaración no solo contrasta con la helada y escabrosa belleza que destila el resto de la narración, sino que a su vez sabe brillar, más que nada porque el lector advierte –enseguida- que la que habla es una niña que ha envejecido y que, por tanto, lo que hace es revelarse a sí misma por medio de recuerdos tan lejanos que terminan siendo, básicamente, lacónicas confidencias.
Y es que Emma Reyes (Bogotá, 1919 – Burdeos, 2003) más que contarnos cosas a propósito de su vida privada, lo que hace es herirnos, tiernamente, con un lenguaje tan simple que se torna terso, puro, aun cuando el rasgo fundamental de la obra denota una sordidez muy dolorosa y traumática. De cualquier manera, lo que más sorprende es que ese paraíso perdido –por fortuna muy perdido- al ser reelaborado desde el punto de vista literario, no tensa ninguna represalia en contra de nadie, ni tampoco se agota en lamentos autocompasivos, sino que, por el contrario, obtiene un ímpetu inescrutable gracias a la naturalidad que forja, en la cual la voz infantil es sublimada por una fibra poética absolutamente arrolladora y ajena a cualquier tipo de pretensión estética o intelectual.
Cada una de las cartas que ella envía a su amigo, desde París, segrega una particular forma de conocimiento del mundo en donde el miedo gravita como el principal elemento de interacción, cruelmente adherido a una existencia modelada por el silencio y el maltrato. De aquí se desprende una virtuosa jurisdicción contemplativa que recuerda el verso de Rainer Maria Rilke “La verdadera patria del hombre es la infancia”, ya que lo contado es tan puntual, tan contundente, que pareciera que fue escrito en el momento en el que todo está sucediendo: entre la protagonista y la narradora no hay ningún espacio, ni tiempo que las separe, y no solo porque sean la misma persona, sino más bien porque ninguna ha podido dejar de habitar esa nebulosa telaraña de asombro y melancolía.
En Memoria por correspondencia no se evidencia, simplemente, una vida ultrajada y atropellada por la injusticia. Lo que flota en la diversidad de atmósferas y personajes desarrollados, es la turbación y la debilidad, sutilmente ejecutadas por la posibilidad de escape que lega la pujante composición entre imaginación e inocencia, exhibiendo así una extraña lírica que explora las circunstancias de una larga pesadilla sin detenerse en las causas o consecuencias de lo narrado.
Emma Reyes recibe cada golpe y lo mastica y así crece al lado de cada lector. Su historia es un agujero que oscila entre lo hermoso y lo horrible, una historia que al final ennoblece toda su experiencia vital con una imagen límpida, que justifica la huida de ese destino, a la vez que la manda de bruces contra la liviandad de ese mundo que siempre le fue negado: En la calle no había nadie, sólo dos perros flacos y uno le estaba oliendo el culo a otro.
Dejá tu mensaje